Constituyó
una forma de gobierno que
trataba de conciliar el absolutismo con
las nuevas ideas de la Ilustración,
intentando para ello conjugar los intereses
de la monarquía con el bienestar de los
gobernados. Se desarrolló durante la segunda
mitad del siglo XVIII.
El término tiene
su origen en la palabra italiana "Déspota",
es decir, soberano que gobierna sin sujeción
a ley alguna.
Buena
parte de los soberanos europeos desarrollaron
en mayor o menor medida esta forma de
gobernar, utilizando su indiscutible
supremacía como herramienta para
incentivar la cultura y la mejora de las
condiciones de vida de sus súbditos.
Pero
al hacerlo, prescindieron de
su concurso y opinión. La famosa frase
acuñada “Todo
para el pueblo, pero sin el pueblo” se
hizo eco de una realidad que intentaba aunar
la tradición con la novedad.
Para
llevarla a cabo se
valieron de una serie
de reformas que
en cierto modo buscaban modernizar las estructuras económica,
administrativa, educativa, judicial y militar de
sus respectivos estados.
Todo
ello, sin embargo,
respetando la esencia del régimen
absolutista y
la división estamental de
la sociedad. La planificación y puesta en práctica de
esas actuaciones recayó sobre una serie de ministros y
altos funcionarios de
la administración estatal, entre los que destacaron el
marqués de Pombal en
Portugal, el marqués de la Ensenada en
España o Turgot en
Francia.
Descollaron
los siguientes déspotas:
En España,
Carlos III; en Austria,
María Teresa y José II; en Prusia,
Federico II; en Rusia,
Catalina II.
No
obstante, la moderna historiografía pone
en duda la verdadera intencionalidad reformista de
algunos de ellos. Tal es el caso de Catalina
de Rusia o Federico
el Grande de Prusia.
En Francia, cuna
de las revoluciones burguesas,
el despotismo ilustrado no alcanzó el relieve que en
otros estados europeos, ya que las iniciativas de sus
defensores (los
ministros Turgot, Necker, Brienenne o Calonne) se
toparon con la incomprensión y oposición de los privilegiados a
los que las reformas afectaban negativamente.
Las
limitaciones del despotismo ilustrado
fueron evidentes: obtuvo
relativos éxitos en
los campos administrativo, educativo y económico. Sin
embargo fracasó en
el social ya que sus promotores no fueron partidarios de
acometer reformas en profundidad que pudiesen alterar
las viejas estructuras del Antiguo Régimen.